Cuando la diversidad cultural no es apreciada en toda su extensión o, simplemente, es malinterpretada las perspectivas sobre muchas vidas humanas, en mayor medida las pertenecientes a grupos étnicos minoritarios, quedan cercenadas quebrándose muchas oportunidades creativas. Imperdonable. La perspectiva multicultural, oscurecida cuando no atiende la base dialógica como su fundamento ontológico y como su principal preocupación, debe mantener vivo diálogo en aras de propiciar un clima eficaz minimizando los vínculos entre las formas de pensar ‘prevalecientes’ creando un cuerpo de principios, instituciones y políticas colectivamente aceptables. Existen sociedades que conceden un gran valor a la diversidad cultural, otorgando recursos y derechos extraordinarios a sus minorías culturales para contribuir a su desarrollo y por fomentar una sociedad rica y plural. El supuesto privilegio de favorecer las minorías es justificado por el interés general de la sociedad. Hete aquí la clave de bóveda de las sociedades multiculturales instaladas en el marco de la condición cultural que supone la postmodernidad.
El modelo tardo capitalista heredado ha devenido en sociedad multicultural. Nos guste o no en la actualidad, y con toda seguridad el fenómeno lleva camino de perpetuarse, casi todas las sociedades son multiculturales. Si bien es cierto que la diversidad cultural debiera ser un bien muy apreciado, puesto que el espíritu del multiculturalismo supone un rico venero de grandes oportunidades creativas, presenta sesgos reduccionistas e inoperantes que mutilan una perspectiva sobre la vida humana. Infelizmente, y afecta de lleno a la comunidad gitana y a las minorías étnicas en general, la reducción se ejecuta sin concesiones en nuestro momento histórico.
«...una buena sociedad no se pregunta cuál es el grado de diversidad que puede tolerar dentro de los límites impuestos. Por ende, debemos comenzar por aceptar la realidad y deseabilidad de la diversidad cultural y estructurar la vida política en consecuencia. Nunca al revés.»
El multiculturalismo, siguiendo a Parekh, se constituye en base a tres principios elementales que lo rigen, a saber, incardinación cultural de los seres humanos, inevitabilidad y deseabilidad de la diversidad cultural y del diálogo intercultural y la pluralidad interna de cada cultura. Las interpretaciones erróneas o falseadas o malinterpretadas, incluso por algunos de los más férreos defensores del multiculturalismo, condicionan la perspectiva multicultural y su plena aportación al conjunto de la sociedad.
«En el colectivo gitano se comparte la experiencia de que el bien común y la voluntad colectiva, vitales para cualquier comunidad política, no se alcanzan trascendiendo las particularidades culturales sino más bien a través de la interacción en el seno de un diálogo. Eso, a medio y largo plazo, da sus frutos. Jamás de otra manera»
La experiencia del fenómeno multicultural nos enseña que desde la perspectiva multicultural no existe doctrina ni ideología que sean capaces de reflejar toda la verdad de la vida humana, pues dicha perspectiva surge de la interacción creativa de los tres idearios complementarios apuntados por Parekh. Y ahí es precisamente donde reside la grandeza de la diversidad habida cuenta que generar una relativa estabilidad social y riqueza cultural en nuestra Europa rejuvenecida (en algunos aspectos parece que haya superado el coma inducido a la que fue sometido con la revisión de la crítica de corte marxiano) se sienta sobre el hecho de que no se basan en una única doctrina política o forma de ver el mundo. Todo ello nos impele a vindicar que las sociedades multiculturales representan la interacción de diversas culturas y, aunque se pueda teorizar sobre ellas, no pueden ser gobernadas a partir de una única cultura. Del mismo modo, y la siguiente afirmación va de sí a pesar de los esfuerzos reduccionistas proclamados desde posiciones totalitarias, una buena sociedad no se pregunta cuál es el grado de diversidad que puede tolerar dentro de los límites impuestos. Por ende, debemos comenzar por aceptar la realidad y deseabilidad de la diversidad cultural y estructurar la vida política en consecuencia. Nunca al revés. Es hora de escuchar el aviso a navegantes lanzado por Antonio Carmona, referente señero de la comunidad gitana española, cuando apunta en su texto ‘Sobre la cultura gitana’: “... la identidad, el reconocimiento propio y el reconocimiento mutuo es una tarea abrumadora y, tal vez, sin sentido; cuando no “peligrosa” para el sistema social imperante, que expulsa y denigra lo que no puede asimilar o deglutir; que acepta la diversidad sólo si ésta contribuye a la preservación y a la regulación del sistema”.
«La sensación de ser ciudadano de pleno derecho y sentirse extraño es complicado de analizar y de explicar pero es real y profunda y, en demasiadas ocasiones, perjudica y daña no solamente la calidad de la ciudadanía sino también el compromiso ante la comunidad política.»
Desde la supuesta base dialógica la principal preocupación de una buena sociedad será mantener vivo diálogo en aras de propiciar un clima eficaz que estreche los vínculos entre las formas de pensar ‘prevalecientes’ (y esto supone desdeñar las opciones políticamente correctas) creando un cuerpo de principios, instituciones y políticas colectivamente aceptables. Pues el único compromiso fundamental y básico de una sociedad dialógica es con la cultura y con la moralidad del diálogo (aquí es donde urge con perentoriedad el establecimiento de un código deontológico, tan en boga en nuestros días, para establecer la agenda de los contenidos a revisar, o cuanto menos que no sean silenciados, algunos temas que a no demasiados nos interesan) no privilegiando ninguna perspectiva cultural del tipo que fuese. Por todo ello en una sociedad multicultural, con marchamo dialógico, se mantienen las verdades de todos y cada una de las opciones políticas existentes. En el colectivo gitano, por ejemplo, se comparte la experiencia de que el bien común y la voluntad colectiva, vitales para cualquier comunidad política, no se alcanzan trascendiendo las particularidades culturales, ni de ningún otro tipo, sino más bien a través de la interacción en el seno de un diálogo. Eso, a medio y largo plazo, da sus frutos. Jamás de otra manera.
De igual modo, y sin dogmatismo alguno, en clara alusión al colectivo gitano, se considera que las sociedad multiculturales no pueden ser estables ni duraderas sino se desarrolla un sentido común de pertenencia entre sus miembros, pero dicha pertenencia no puede ser de base étnica ni partir de características comunes culturales ni de otras cualquiera que fuera su esencia debido a que la sociedad actual, la multicultural, es demasiado diversa. Es sabido que el compromiso con una comunidad política es de naturaleza altamente compleja y, también, demasiado fácil de malinterpretar. Superada pues la necesidad básica de la integridad física y, inmediatamente después, del bienestar la comunidad política no puede esperar que se desarrolle el sentido de pertenencia a no ser que ella valore a todos por igual y cuide de todos en su diversidad y que, además, se refleje en sus estructuras, en sus políticas, en la manera de llevar los asuntos públicos, en su forma de definirse y de entenderse. Ciudadanía y pertenencia no forman, desgraciadamente y en muchos casos, buena pareja de baile; pues la ciudadanía versa sobre el status y los derechos concomitantes que impone el primero, la pertenencia se refiere a ser aceptado y sentirse bienvenido. Aquí está en juego la forma deleznable, mezquina, espuria, abyecta y, además de, exclusivista (ya no se me ocurren más registros sinonímicos) de cómo la sociedad mayoritaria, esa neoconservadora y multicultural, define el bien común, de igual manera que habla de forma displicente de los grupos minoritarios y, lo peor en mi opinión, de la forma paternalista que se comporta frente a dichos grupos. La sensación de ser ciudadano de pleno derecho y, todavía así, sentirse extraño es complicado de analizar y de explicar pero, y afecta a muchos miembros de los grupos minoritarios, es real y profunda y, en demasiadas ocasiones, perjudica y daña no solamente la calidad de la ciudadanía sino también el compromiso ante la comunidad política. Muchas de las políticas sociales, implementadas en diferentes proyectos, legitiman el sistema de dominación y debido a la desventaja flagrante a la que deben hacer frente las minorías les hacen exhibir aquellos rasgos que confirman los estereotipos, siempre paralizantes, de la sociedad mayoritaria. Es obvio, y necesariamente tiene que darse por sentado, que el tratamiento igualitario que debe dispensarse a las comunidades culturales es lógicamente diferente del que se dispensa a los individuos. Esto supone que el trato igualitario entre comunidades está esencialmente interrelacionado, y a su vez es inseparable de las construcciones políticas y culturales existentes entre las diferentes comunidades. Quizás es el momento de pensar en conceder algunos derechos que no estén al alcance de otros, pues con la concesión de derechos adicionales se pretende integrar a los grupos implicados en la sociedad global y dotar de sustancia el principio de igualdad ciudadana.
«Las sociedades deben ser inclusivistas sin ser asimilacioncitas, cultivar entre la ciudadanía un sentimiento común de pertenencia respetando las legítimas diferencias culturales cuidando las identidades culturales plurales sin debilitar la identidad compartida y preciosa de la ciudadanía. Esto supone una tarea política formidable y, hasta ahora, ninguna ha sido capaz de llevarla a buen término.»
Encontrar la forma adecuada de reconciliar las legítimas demandas de unidad y de diversidad logrando la unidad política sin llegar a la uniformidad cultural es la cuestión a la que tiene que responder la sociedad multicultural. Obviamente, en nuestro momento histórico, lo novedoso es que las sociedades multiculturales plantean problemas ignotos en la historia de la humanidad. Se enfrentan al axioma del ser y el deber ser, tan manido desde la época de la Magna Grecia, pues, deben ser inclusivistas sin ser asimilacioncitas, cultivar entre la ciudadanía un sentimiento común de pertenencia respetando las legítimas diferencias culturales a la vez de cuidar las identidades culturales plurales sin debilitar la identidad compartida y preciosa de la ciudadanía. Esto supone una tarea política formidable y, hasta ahora, ninguna sociedad multicultural ha sido capaz de llevarla a buen término. Los problemas implicados que devienen de la aplicación del principio de igualdad en una sociedad multicultural suponen tener en cuenta, y no con frecuencia ocurre justamente todo lo contrario, las legítimas diferencias culturales porque ello a su vez implica que un tratamiento igualitario suponga un tratamiento diferencial de modo que surge el problema de cerciorarse que dicho proceso no comporta ni discriminación ni privilegio. En la práctica, puesto que la aplicación transcultural de la igualdad siempre resulta vulnerable a los cargos de privilegio o discriminación de grupos concretos, el corolario de deserciones, por parte de los grupos minoritarios, es palmario y masivo. Las repetidas implementaciones de las políticas sociales fundamentan un elenco de decepciones, cada una mayor que la anterior. Por todo ello es mejor no considerar al multiculturalismo ni como doctrina política (dado que el contenido programático es vacuo) ni como filosofía política sobre el hombre ni sobre el mundo. El multiculturalismo es, simplemente, una perspectiva sobre la vida humana, ubicada en el postmodernismo como condición cultural de nuestros días.