Philomena Franz con su hija Toska
«Franz no solo sobrevivió al horror de Auschwitz, sino que se convirtió en cronista de su pueblo, en defensora de la memoria y en portavoz de los olvidados».
Philomena Franz, nacida Philomena Köhler en 1922, fue una de las voces más luminosas y desgarradoras que nos dejó el siglo XX en relación con el genocidio del pueblo romaní y sinti durante la Segunda Guerra Mundial. Su testimonio, profundamente humano y literario, ha servido para dar nombre y rostro a una tragedia histórica que aún hoy sigue siendo invisibilizada. Franz no solo sobrevivió al horror de Auschwitz, sino que se convirtió en cronista de su pueblo, en defensora de la memoria y en portavoz de los olvidados. Su vida encarna tanto la brutalidad del Porrajmos —el “devoramiento”— como la dignidad de una resistencia que se alza desde el lenguaje, la música y la palabra.
Philomena nació en Bingen am Rhein, en el seno de una familia Sinti de músicos y comerciantes de caballos, uno de los modos de vida tradicionales entre los gitanos centroeuropeos. La familia Köhler mantenía una vida nómada, siguiendo circuitos feriales y comerciales establecidos desde generaciones, hasta que las restricciones impuestas por el nazismo y las ordenanzas municipales fueron restringiendo cada vez más su movilidad. Como muchas familias sinti en la Alemania de entreguerras, combinaban su sustento con presentaciones musicales —principalmente de violín, acordeón y canto—, actividades artesanales y venta de caballería. Su cultura, profundamente oral, se articulaba en torno a la música, la familia y la memoria: una herencia cultural que los nazis declararon degenerada y subhumana.
«Su cultura, profundamente oral, se articulaba en torno a la música, la familia y la memoria: una herencia cultural que los nazis declararon degenerada y subhumana».
Con la llegada del nacionalsocialismo, la familia de Philomena fue objeto de vigilancia policial, discriminación administrativa y represión. El régimen de Hitler promulgó desde 1933 leyes raciales que clasificaban a los Sinti y Roma como “asociales” y “biológicamente inferiores”. El informe de Robert Ritter y Eva Justin, psiquiatras del Instituto de Higiene Racial, estableció la base pseudocientífica para su persecución sistemática, promoviendo esterilizaciones forzadas, internamientos en campos de trabajo y finalmente su exterminio físico. Como señala el historiador Michael Zimmermann, “el nacionalsocialismo consideró a los gitanos como un peligro racial interno, y actuó contra ellos con un proyecto de limpieza étnica comparable al dirigido contra los judíos” (Verfolgung und Vernichtung der Zigeuner, 1989).
«Como señala el historiador Michael Zimmermann, “el nacionalsocialismo consideró a los gitanos como un peligro racial interno, y actuó contra ellos con un proyecto de limpieza étnica comparable al dirigido contra los judíos”».
En este contexto, Philomena fue arrestada por la Gestapo y enviada al campo de Auschwitz-Birkenau, junto a su madre, hermanos y otros miembros de su comunidad. Allí fue internada en el Zigeunerlager, el “campo gitano”, una sección específica de Auschwitz que albergó a más de 20.000 personas romaníes y sintis, entre ellas 11.000 niños. En su testimonio recogido en Zwischen Liebe und Hass (“Entre el amor y el odio”, 1985), Philomena escribe: “Los niños eran los primeros en morir. No porque los mataran de inmediato, sino porque no comprendían el hambre ni el miedo. Lloraban, y eso los condenaba. Nadie podía llorar en Auschwitz”.
El Zigeunerlager fue escenario de múltiples atrocidades: experimentos médicos, hambre extrema, trabajos forzados, y finalmente, el exterminio masivo en la noche del 2 al 3 de agosto de 1944, cuando los últimos 2.897 prisioneros romaníes fueron asesinados en las cámaras de gas. Philomena había logrado escapar unos meses antes, tras ser trasladada a Ravensbrück y luego a otro campo de trabajo. Años después, afirmaría: “Sobreviví, pero quedé rota. Mis padres, mis hermanos, mis primos… todos murieron. No hay tumba para ellos. Solo mi memoria”.
«El relato de Franz no es sólo el de una víctima, sino también el de una intelectual gitana que supo transformar el dolor en palabra. En sus obras literarias y conferencias, denunció la complicidad del Estado alemán, la pasividad del mundo y el silencio que siguió a la guerra».
El relato de Franz no es sólo el de una víctima, sino también el de una intelectual gitana que supo transformar el dolor en palabra. En sus obras literarias y conferencias, denunció la complicidad del Estado alemán, la pasividad del mundo y el silencio que siguió a la guerra. “Nos exterminaron, y después fingieron que no había pasado nada”, escribió en una carta al Bundestag en 1986. La memoria del Porrajmos, como señala el historiador y activista Ian Hancock, “ha sido objeto de un doble crimen: el genocidio y el olvido. Muy pocas naciones han reconocido este capítulo como parte integral del Holocausto” (The Pariah Syndrome, 1987).
A lo largo de su vida, Philomena Franz fue una incansable defensora de los derechos del pueblo romaní. Participó en iniciativas educativas, formó parte de foros de derechos humanos y recibió en 2001 la Cruz Federal al Mérito de la República Federal de Alemania. Su literatura, profundamente poética, mezcla la denuncia política con una mirada esperanzada: “Sobrevivir no es suficiente. Hay que contar. Hay que recordar. Hay que amar”.
«El caso de Philomena no es excepcional dentro de las comunidades sintis y romaníes que vivieron el Holocausto, aunque sí es singular en cuanto a su capacidad para testimoniar y reconstruir».
El caso de Philomena no es excepcional dentro de las comunidades sintis y romaníes que vivieron el Holocausto, aunque sí es singular en cuanto a su capacidad para testimoniar y reconstruir. Existen múltiples relatos paralelos —como los de Settela Steinbach, la niña sinti cuya imagen fue capturada por casualidad en el tren hacia Auschwitz, o Hugo Höllenreiner, superviviente de experimentos médicos de Josef Mengele— que dan cuenta de un genocidio sistemático, racialmente motivado, y ejecutado con precisión burocrática. El testimonio de Hugo, recogido por la historiadora Karola Fings, revela: “Nos trataban como cobayas. Nos rapaban, nos medían, nos inoculaban enfermedades. Yo tenía ocho años. Aún no puedo dormir sin escuchar sus voces” (Fings, Sinti und Roma: Geschichte einer Minderheit, 2019).
«La persecución nazi a los gitanos de Europa Central fue una tragedia continental: en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia y Alemania, decenas de miles de familias fueron despojadas de sus viviendas, sus hijos arrancados, sus nombres borrados de los censos».
La persecución nazi a los gitanos de Europa Central fue una tragedia continental: en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia y Alemania, decenas de miles de familias fueron despojadas de sus viviendas, sus hijos arrancados, sus nombres borrados de los censos. Muchos fueron fusilados en bosques, arrojados a fosas comunes, o desaparecieron sin rastro. Como recuerda la Fundación Memorial del Holocausto de Berlín: “No hubo campos de concentración para todos los gitanos, porque en muchos casos no llegaron a los campos. Fueron asesinados en el trayecto, en las aldeas, en las cunetas”.
Hoy, el legado de Philomena Franz no puede separarse de la lucha por el reconocimiento del Porrajmos. La construcción de una memoria gitana europea implica rescatar estas voces, restaurar la dignidad de sus víctimas, y denunciar el racismo que aún persiste. Como dijo la propia Franz en uno de sus últimos discursos públicos: “No pedimos compasión. Pedimos justicia. Pedimos verdad. Y pedimos que nuestros muertos no sean olvidados”. El testimonio de Philomena Franz no solo ilumina el pasado. Nos interpela desde el presente y nos compromete con el futuro.
Familias gitanas en los campos de concentración nazis
El 2 de agosto es una fecha de profundo significado para la memoria histórica del pueblo gitano. En la madrugada del 2 de agosto de 1944, las fuerzas nazis liquidaron el denominado Zigeunerlager (campo de los gitanos) en Auschwitz-Birkenau, asesinando en una sola noche a cerca de 3.000 personas romaníes y sintis —en su mayoría mujeres, ancianos y niños— en las cámaras de gas. Este episodio, aunque representa uno de los momentos más crueles del genocidio nazi, sigue siendo ampliamente desconocido y silenciado en la memoria colectiva europea.
«La magnitud de las atrocidades cometidas contra el pueblo gitano durante el Tercer Reich constituye uno de los crímenes más olvidados del siglo XX».
La magnitud de las atrocidades cometidas contra el pueblo gitano durante el Tercer Reich constituye uno de los crímenes más olvidados del siglo XX. Diversos estudios estiman que entre 220.000 y 500.000 personas romaníes y sintis fueron exterminadas en Europa bajo el régimen nazi, aunque algunas fuentes elevan esta cifra hasta los 1,5 millones, si se consideran también las víctimas de fusilamientos, trabajos forzados, hambrunas y deportaciones. Como señala el historiador Ian Hancock, “el hecho de que no haya una cifra definitiva refleja no solo la magnitud del genocidio, sino también el escaso esfuerzo institucional por cuantificar y reconocer su verdadera dimensión” (Hancock, We are the Romani People, 2002).
Largas colas de gitanos durante su cautiverio. Fondo Enciclopedia del Holocausto
«El genocidio de los gitanos fue deliberadamente omitido de las políticas de memoria y reparación. A diferencia del reconocimiento inmediato y progresivo del genocidio judío, la historia del pueblo romaní fue relegada a un segundo plano».
Durante décadas, el genocidio de los gitanos —conocido en romanó como Porrajmos (“devoramiento”) o Samudaripen (“asesinato total”)— fue deliberadamente omitido de las políticas de memoria y reparación. A diferencia del reconocimiento inmediato y progresivo del genocidio judío, la historia del pueblo romaní fue relegada a un segundo plano. Tal como advierte Guenter Lewy en The Nazi Persecution of the Gypsies (2000), “la falta de una red institucionalizada de memoria, el racismo persistente y la marginación histórica del pueblo romaní dificultaron seriamente el reconocimiento del genocidio”.
Esta invisibilización no es solo el resultado del olvido, sino de un silenciamiento estructural que sigue teniendo consecuencias políticas y sociales. En palabras del antropólogo y activista Romani Nicolae Gheorghe, “la historia del Porrajmos no ha sido negada abiertamente, pero ha sido sumergida bajo capas de indiferencia y desinterés, lo que constituye una forma de negacionismo pasivo” (Gheorghe, 1997). Esta omisión es particularmente grave si se considera que el racismo antigitano no terminó con la caída del nazismo, sino que ha persistido de forma estructural en muchos países europeos hasta la actualidad.
Gitanos yugoslavo cautivos del Holocausto. Fuente: EL Orden Mundial
«Recordar el 2 de agosto no solo es un deber hacia las víctimas del pasado, sino un compromiso con la dignidad de los vivos.».
El reconocimiento oficial del 2 de agosto como Día de Conmemoración del Holocausto del Pueblo Gitano ha sido un proceso lento y desigual. No fue hasta 1982 que el gobierno alemán reconoció formalmente que los crímenes nazis contra los gitanos constituían un genocidio. En 1994, se inauguró en Auschwitz un monumento conmemorativo dedicado a las víctimas romaníes del campo. Y en 2015, el Parlamento Europeo adoptó una resolución histórica reconociendo el 2 de agosto como fecha oficial de conmemoración del Samudaripen, instando a los Estados miembros a integrarlo en sus políticas educativas y de memoria.
Sin embargo, como ha advertido la historiadora Eve Rosenhaft, “reconocer el pasado no basta si no se combate el presente. La persistencia del antigitanismo en la Europa actual exige que el recuerdo del Porrajmos se convierta en una herramienta activa de lucha contra el racismo” (Rosenhaft, The Holocaust and the Roma, 2018). Este es un punto fundamental: la memoria no puede ser un ritual vacío ni un ejercicio de piedad superficial, sino un acto de justicia histórica con implicaciones éticas y políticas.
La infancia gitana fue víctima de la barbarie nazi. Fuente Rebelion
Recordar el 2 de agosto no solo es un deber hacia las víctimas del pasado, sino un compromiso con la dignidad de los vivos. Es una fecha que interpela a las instituciones, a los sistemas educativos y a la ciudadanía europea en su conjunto. Como afirma Ariella Aïsha Azoulay, “la historia del genocidio no pertenece al pasado, sino al presente en el que seguimos decidiendo qué merece ser recordado y qué puede seguir siendo ignorado” (Potential History, 2019).
«En un contexto donde el antigitanismo sigue manifestándose en múltiples formas el 2 de agosto debe ser no solo un día de conmemoración, sino también de acción política el pueblo gitano sigue exigiendo justicia, reconocimiento y reparación».
En un contexto donde el antigitanismo sigue manifestándose en múltiples formas —desde discursos de odio hasta segregación escolar y violencia policial—, el 2 de agosto debe ser no solo un día de conmemoración, sino también de acción política. Frente al silencio impuesto, la voz de la memoria debe alzarse para decir que el Porrajmos existió, que sus víctimas no han sido olvidadas, y que el pueblo gitano sigue exigiendo justicia, reconocimiento y reparación.
La Gran Redada de 1749 marcó uno de los episodios más oscuros en la historia del pueblo gitano en España. Miles de hombres, mujeres, niños y ancianos fueron detenidos en una operación planificada con frialdad burocrática, cuyo objetivo no era castigar un delito, sino borrar una identidad.
«30 de julio de 1749: el día que quisieron borrar un pueblo».
Cadena de presos. Reproducción de un grabado francés del siglo XVIII Fuente: Colección particular de M. Martínez
«La Gran Redada no rompió al pueblo gitano, pero dejó heridas que aún hablan».
Las familias fueron separadas con crueldad: los hombres, enviados a minas y arsenales como mano de obra forzada; las mujeres y los niños, confinados en fábricas, hospicios o prisiones. La intención era clara: impedir su reproducción, desarticular su mundo, cortar el hilo que los mantenía unidos como pueblo.
Documento oficial acreditativo del intento de exterminio de los gitanos en España
Pero junto a los cuerpos, también fue atacada el alma: la lengua. El romanés, que había sido el hogar oral de generaciones, se vio silenciado, perseguido, arrancado de labios y oídos.
«Nos separaron, nos silenciaron, pero no nos extinguieron».
Sin familias completas, sin espacios comunitarios, sin libertad para hablar, cantar o contar en su idioma propio, la lengua gitana comenzó a resquebrajarse. Lo que no lograron las hogueras inquisitoriales ni los edictos reales, lo comenzó a lograr el silencio impuesto por el miedo. La lengua, que es memoria viva, comenzó a apagarse. Cada palabra no dicha, cada canción no cantada, cada cuento no contado, fue una pérdida irreparable. La Gran Redada no consiguió exterminar físicamente al pueblo gitano, pero sí logró asestar un golpe profundo a su cultura, a su lengua, a su continuidad como comunidad hablante.
«Hablar romanés hoy es responder a un intento de exterminio con dignidad y memoria».
La desaparición del romanés en muchas zonas de la península no fue fruto del olvido, sino de la violencia. Y ese silencio aún perdura. Recuperar el romanés hoy no es solo una tarea lingüística: es una forma de justicia histórica, de devolverle la voz a quienes fueron condenados al silencio.
Gitanos suplicando, en diálogo con las autoridades, para no ser expulsados.
El 30 de julio de 1749, el Estado borbónico español activó una operación de detención masiva sin precedentes: la Prisión General de los Gitanos, conocida históricamente como la Gran Redada. Su planificación correspondió al todopoderoso ministro Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, quien diseñó un dispositivo militar y judicial cuyo objetivo declarado era “acabar con los gitanos como tal nación”, según consta en la correspondencia conservada en el Archivo General de Simancas. Lejos de constituir una intervención policial ordinaria, se trató de una acción estatal orientada a la desaparición del pueblo gitano como grupo social y cultural, articulada en clave de limpieza étnica. Su impacto fue devastador: alteró de forma irreversible la demografía, la economía, la lengua y la estructura comunitaria de los gitanos peninsulares. Las consecuencias de esta operación, todavía escasamente reconocidas desde el ámbito institucional, constituyen uno de los momentos fundacionales del antigitanismo estructural moderno.
El dispositivo fue ejecutado con notable eficacia administrativa. Durante la madrugada del 30 de julio, unidades militares y milicias locales procedieron a la detención simultánea de entre 9.000 y 12.000 personas identificadas como gitanas en todo el Reino. Las cifras, aunque no definitivas, coinciden en señalar una magnitud que afecta a la práctica totalidad de la población gitana asentada en territorio español en ese momento (Martínez Martínez, 2016). El operativo contempló la separación sistemática de hombres y mujeres, el internamiento prolongado en arsenales y fábricas, la confiscación de bienes y la prohibición de mantener vínculos familiares o utilizar la lengua propia. La base jurídica del plan fue deliberadamente ambigua: ni existía una ley específica que criminalizara a los gitanos por su mera existencia, ni hubo juicio previo, ni procedimiento de defensa. La lógica era otra: “acabar con una nación errante, nociva y contraria al orden ilustrado”, según recoge el Consejo de Castilla en su dictamen de 1749 (Domínguez Ortiz & Vincent, 1992).
Las consecuencias sociales y familiares fueron inmediatas y traumáticas. La disolución de las unidades familiares tuvo un impacto brutal en la vida comunitaria gitana, cuya base organizativa era —y sigue siendo— el clan familiar extendido. Miles de hombres fueron enviados a arsenales como el de Cartagena, La Carraca (Cádiz) o El Ferrol, donde realizaron trabajos forzados en condiciones infrahumanas, mientras que mujeres, niños y ancianos fueron recluidos en establecimientos benéficos, conventos y hospicios. Muchos murieron sin haber vuelto a ver a sus seres queridos. Las condiciones de encarcelamiento, documentadas en informes de la época, incluían hacinamiento, enfermedades, carencias alimentarias y una alta mortalidad infantil (López Antón, 2009). La intención era explícita: evitar la reproducción biológica del grupo, cortando así su continuidad generacional.
Desde el punto de vista económico, la redada supuso la destrucción del modo de vida de miles de personas. A diferencia de otros colectivos perseguidos históricamente, los gitanos no contaban con propiedades registradas, pero sí con patrimonio móvil: carros, animales, herramientas, productos de trueque, textiles, joyas o dinero líquido, que fueron incautados o robados durante las detenciones. Este saqueo quedó sin restitución alguna. Según las investigaciones de Gómez Urdáñez (2005), esta expropiación supuso un punto de inflexión en la consolidación de la pobreza estructural gitana, que a partir del siglo XVIII pasa de ser marginal a endémica. Muchos de los liberados a partir de 1763 regresaron a sus localidades sin recursos, estigmatizados y sometidos a nuevas normas de vigilancia.
El aspecto menos estudiado —pero no por ello menos grave— es el impacto cultural y lingüístico del operativo. El caló, variante hispánica del romanó, comenzó a perder fuerza en su transmisión intergeneracional como consecuencia directa de la dispersión, el encarcelamiento y la represión cultural. La imposición del castellano en las instituciones de encierro y la prohibición del uso de la lengua propia en espacios públicos generaron una interrupción lingüística, que se prolongó durante generaciones. Como afirma Manuel Alvar (1971), “el caló comienza su declive irreversible a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, cuando deja de ser un idioma familiar completo para convertirse en una jerga de resistencia”. Este proceso no fue espontáneo: fue inducido por políticas estatales que buscaban, como recoge la correspondencia entre Ensenada y el Consejo, “despojar a esa gente de toda memoria de sí”.
A estas dimensiones materiales se suma la construcción institucional del estigma, que tras la redada se consolida en las leyes, en la prensa de la época y en la narrativa ilustrada. El gitano deja de ser visto como un extranjero errante y pasa a encarnar la figura del enemigo interior, incapaz de integrarse en el modelo de ciudadanía ilustrada, asociada al trabajo sedentario, la obediencia al rey y la uniformidad cultural. Este cambio simbólico tuvo efectos duraderos: dio lugar a un aparato de vigilancia administrativa y penal, con censos raciales, expedientes de movilidad, informes policiales y controles documentales que perduraron hasta bien entrado el siglo XX. En palabras de Teresa San Román (1997), “la Gran Redada no fue solo un acto de violencia física, sino el origen de una maquinaria de control y exclusión sistemática, que convirtió al gitano en figura marginal por excelencia dentro del imaginario estatal español”.
La ausencia de reparación institucional tras la redada constituye un silencio histórico significativo. A pesar de que ya en 1765, bajo el gobierno del conde de Aranda, se reconoció en privado el fracaso y la inhumanidad del operativo, nunca se indemnizó a las víctimas, ni se restituyeron bienes, ni se revocaron oficialmente las órdenes. Tampoco fue hasta bien entrado el siglo XXI cuando comenzaron a surgir actos conmemorativos y trabajos de investigación que abordaran con rigor los hechos. La historiografía dominante, centrada en los procesos de modernización estatal y en las figuras ilustradas, ha tendido a invisibilizar este capítulo, relegándolo a notas marginales o considerándolo un “exceso puntual” del reformismo borbónico (Domínguez Ortiz & Vincent, 1992). Solo recientemente, a través del trabajo de historiadores como Manuel Martínez Martínez, Juan de Dios Ramírez-Heredia o Gómez Urdáñez, y de instituciones como el Instituto de Cultura Gitana, se ha comenzado a recuperar críticamente la memoria de la Gran Redada como lo que fue: un crimen de Estado con implicaciones genocidas.
En conclusión, la Gran Redada de 1749 no puede analizarse como una mera expresión del autoritarismo ilustrado ni como un error administrativo. Debe entenderse como un intento planificado de exterminio cultural, social y lingüístico, que marcó el devenir del pueblo gitano en España hasta nuestros días. Sus consecuencias —la ruptura familiar, la pauperización, la pérdida lingüística, la estigmatización legal y el silenciamiento histórico— siguen presentes en múltiples formas de antigitanismo contemporáneo. Recuperar esta memoria desde la historia académica y desde una perspectiva crítica es una tarea urgente, no solo para rendir justicia a las víctimas, sino para cuestionar los fundamentos estructurales de una modernidad construida, en parte, sobre el olvido violento de los otros.
El Marqués de la Ensenada, nacido en Hervías (La Rioja) en 1702, es uno de los personajes más contradictorios y significativos del reformismo ilustrado español del siglo XVIII. Su ascenso fulgurante desde la nobleza menor hasta convertirse en Secretario de Hacienda, Guerra, Marina e Indias bajo el reinado de Fernando VI refleja no solo su talento político, sino también la profunda transformación administrativa que experimentaba la monarquía borbónica. Su figura encarna el espíritu centralizador, racionalista y tecnocrático del absolutismo ilustrado, pero también sus sombras: la obsesión por el control, la homogeneización cultural, y la represión institucional de la diferencia. En este contexto, Ensenada no fue solo un burócrata eficiente; fue también el ideólogo y ejecutor de una de las operaciones más siniestras del Estado moderno español: la Gran Redada de 1749, también conocida como la Prisión General de los Gitanos.
Somodevilla y Bengoechea, Marqués de la Ensenada: reformista ilustrado y arquitecto de la Gran Redada
La Gran Redada fue un operativo militar y civil diseñado con precisión milimétrica, con la finalidad de detener simultáneamente a todos los gitanos del Reino de España, sin distinción de edad, sexo o condición. Su autor intelectual fue el propio Ensenada, quien articuló el proyecto desde una lógica de limpieza étnica burocrática: su objetivo no era castigar delitos individuales, sino acabar con la existencia misma del pueblo gitano como grupo diferenciado, mediante la desarticulación de su vida comunitaria, la supresión de su cultura y la imposibilidad de su reproducción. No fue una persecución más: fue un intento deliberado de genocidio administrativo. Ensenada lo diseñó con rigor técnico, ordenando censos secretos, elaborando listas de familias, coordinando fuerzas militares y civiles en todas las provincias, y disponiendo la separación física de hombres y mujeres para impedir cualquier continuidad biológica o social del grupo.
Lejos de ser un gesto aislado de brutalidad, la redada encajaba dentro del programa reformista del marqués. Ensenada concebía el Estado como una maquinaria racional en la que todo debía estar controlado, empadronado, regulado y disciplinado. En su esquema, los gitanos eran un cuerpo extraño, irreductible a los modelos de sedentarismo, productividad y uniformidad cultural que la administración borbónica quería imponer. Su diferencia no se toleraba: había que erradicarla. La redada fue el corolario lógico de esa lógica de Estado: una operación quirúrgica destinada a extirpar lo que no encajaba en el nuevo orden.
Las consecuencias fueron devastadoras. Entre 9.000 y 12.000 gitanos fueron capturados y dispersados por cárceles, arsenales, fábricas y hospicios. Las familias fueron separadas, sus bienes confiscados, su lengua silenciada. Muchos murieron en trabajos forzados o en condiciones de hacinamiento. Y aunque con los años algunos fueron liberados y la operación se fue desactivando por su enorme coste y su cuestionable legalidad, nadie fue juzgado ni responsabilizado políticamente por esta atrocidad. Tampoco Ensenada, quien tras caer en desgracia por otras razones de corte cortesano, mantuvo su prestigio entre muchos sectores como símbolo del buen gobierno ilustrado.
Sin embargo, esa imagen debe ser revisada críticamente. El Marqués de la Ensenada no puede ser recordado solo como el artífice de obras hidráulicas, arsenales navales o reformas fiscales. Debe ser recordado también como el planificador de un crimen de Estado. Su responsabilidad en la Gran Redada es directa, consciente y sistemática. Y más allá de su eficacia como administrador, su figura representa los límites éticos del proyecto ilustrado cuando se convierte en instrumento de exclusión violenta. Su visión del progreso implicaba la aniquilación de la diversidad; su ideal de orden requería el silencio de los otros. Y entre esos otros, el pueblo gitano fue el gran sacrificado.
Hoy, cuando se recuerda la historia de la persecución a los gitanos en Europa, la Gran Redada ocupa un lugar central como uno de los primeros intentos de exterminio étnico planificado por un Estado moderno. Su ejecución no fue fruto del desorden ni del caos, sino de un programa racionalmente concebido desde el corazón del poder ilustrado. Y en ese programa, el Marqués de la Ensenada escribió su nombre con tinta de hierro. La memoria histórica exige nombrarlo como lo que fue: un reformista brillante, sí, pero también un arquitecto del terror institucional que intentó borrar del mapa a un pueblo entero por el simple hecho de ser diferente.
Hay quienes escriben la historia desde la cómoda distancia del poder, desde las vitrinas del archivo o los mármoles del aula. Y hay quienes se sumergen en las sombras del tiempo con la voluntad serena de rescatar lo que fue silenciado. Antonio Gómez Alfaro pertenece a esta segunda estirpe: la de los que entienden que el oficio del historiador no es adornar el pasado, sino interpelarlo; no es embalsamar hechos, sino hacer justicia con la memoria. Entre los muros fríos del Archivo de Simancas y las páginas casi olvidadas del Expediente General de Gitanos, Gómez Alfaro escuchó una voz que casi nadie había querido oír: la del pueblo gitano, perseguido, marcado, y condenado a desaparecer del relato oficial de la nación.
Nacido en Madrid en 1933, en una España que aún temblaba bajo los escombros de la guerra civil, su juventud transcurrió entre libros y silencios. Hijo de una generación que aprendió a mirar con discreción y a callar con elegancia, Gómez Alfaro se formó en Derecho, pero pronto entendió que su verdadero lugar no estaba en los tribunales ni en la política activa, sino en los archivos: en ese territorio sutil donde se cruzan la letra del poder y la huella del sufrimiento humano. Allí, entre manuscritos y legajos, comenzó a gestarse una vocación que lo acompañaría toda su vida: dar voz a los que nunca la tuvieron.
Durante décadas, Gómez Alfaro trabajó como archivero del Estado. Su relación con los documentos no era la de un burócrata ni la de un simple técnico. Cada papel que pasaba por sus manos era una puerta hacia una historia más profunda, más compleja. Fue en el Archivo General de Simancas donde, casi por azar, descubrió las primeras trazas de un episodio enterrado en la historia oficial: la redada general contra los gitanos, ordenada en 1749 por el Marqués de la Ensenada. Lo que otros habrían pasado por alto como un expediente más, él lo intuyó como una maquinaria bien engrasada para la represión sistemática de un pueblo entero.
Desde ese momento, Gómez Alfaro dedicó años de su vida a escudriñar cada rastro, cada firma, cada nota marginal de esa operación monstruosa. Sin estridencias, sin discursos ideológicos, con el rigor callado del que sabe lo que busca, reconstruyó con paciencia de orfebre los mecanismos de aquel intento de exterminio administrativo, al que la historia de España apenas dedicaba una línea —cuando no un olvido deliberado. El resultado fue monumental: su tesis doctoral, leída en la Universidad Complutense de Madrid, cristalizó en la publicación de La Gran Redada de Gitanos (Presencia Gitana, 1993), una obra que no solo reveló hechos, sino que restauró una memoria colectiva rota.
La grandeza del trabajo de Gómez Alfaro no radica solo en su minuciosidad documental —que la tiene, y abundante—, sino en el hecho de haber demostrado con pruebas irrefutables que la redada de 1749 no fue un episodio accidental ni un exceso puntual, sino un plan estructurado y ejecutado con frialdad burocrática para erradicar al pueblo gitano de la sociedad española. En el centro de su investigación aparece la “Instrucción reservada” que acompañaba la orden real: un documento que ordenaba expresamente separar a hombres, mujeres y niños, evitar toda reproducción futura, y disolver los lazos familiares y comunitarios. La lógica era clara: si no se podía expulsar al pueblo gitano, se le haría desaparecer desde dentro.
Lo que Gómez Alfaro documentó fue, en términos actuales, un crimen de Estado, un acto de limpieza étnica con mecanismos modernos, ejecutado desde la legalidad absoluta del absolutismo ilustrado. Su voz, sin embargo, no se alzó con ira, sino con verdad. No necesitaba adornos ni dramatismos: la fuerza de los documentos bastaba. Sus análisis estaban cruzados de humanidad, pero no de sentimentalismo. Es en esa contención donde reside gran parte de su autoridad moral.
El impacto de su obra fue inmediato en los círculos gitanos. Por primera vez, un académico no gitano no hablaba sobre los gitanos desde la superioridad cultural, sino con los gitanos desde el respeto más absoluto. Las asociaciones gitanas reconocieron en él a un aliado, a un sabio que había entendido el dolor de un pueblo sin necesidad de pertenecer a él. Gómez Alfaro fue homenajeado en múltiples encuentros, invitado a conferencias, citado con admiración por investigadores jóvenes que, gracias a él, descubrieron que también el pueblo gitano forma parte de la historia de España, aunque esta haya querido expulsarlo una y otra vez de sus páginas.
Pero más allá del reconocimiento institucional, lo que quedó fue algo más hondo: la gratitud íntima de una comunidad que, durante siglos, fue reducida al prejuicio, la criminalización y la caricatura. Para muchas familias gitanas, el nombre de Gómez Alfaro simboliza el momento en que su historia dejó de estar en la sombra para ocupar un lugar de dignidad. Como él mismo declaró en una entrevista: “Yo no he hecho otra cosa que leer lo que estaba allí escrito. La diferencia es que nadie antes se había molestado en leerlo con atención”.
Poco amigo del protagonismo mediático, Gómez Alfaro siguió trabajando hasta bien entrada su jubilación. Su figura se convirtió en referencia para historiadores, antropólogos y activistas. Pero nunca buscó la fama. Prefería el silencio fértil de los archivos al ruido de los homenajes. Y, sin embargo, su legado sigue creciendo. Muchos de los avances en la visibilidad del pueblo gitano en la academia, las políticas públicas de memoria o incluso en la legislación antidiscriminatoria, no pueden entenderse sin la semilla que plantó su investigación.
Gómez Alfaro no solo demostró que la historia puede ser una herramienta de reparación: mostró que también puede ser un acto de amor a la verdad. Y ese amor no se enseña con discursos, sino con ejemplo. Por eso, para las nuevas generaciones de historiadores, su método es ya una escuela. Para los jóvenes gitanos, su nombre es un símbolo. Y para quienes entienden que la historia es también un campo de batalla, su figura se alza como uno de esos referentes silenciosos que no hacen ruido, pero iluminan el camino.
Antonio Gómez Alfaro falleció en 2020, sin alardes. Se fue como vivió: discreto, íntegro, fiel a su vocación. Pero su obra permanece. En un tiempo en que la banalización de la memoria y el revisionismo amenazan con reescribir la historia desde la desmemoria interesada, su trabajo es más necesario que nunca. Porque recordó —con hechos y con documentos— que también España fue escenario de un intento de genocidio; que también en sus cárceles, arsenales y fábricas hubo gitanos arrancados de su hogar por decreto real; y que la justicia no siempre llega a tiempo, pero puede empezar con una tesis bien escrita.
Gómez Alfaro no nos dio un relato cómodo. Nos obligó a mirar de frente a lo que otros prefirieron olvidar. Y al hacerlo, nos enseñó que la historia verdadera es, muchas veces, la que incomoda. Por eso, su obra no es sólo un legado académico: es una lección de conciencia histórica, de ética profesional y de humanidad.
Hoy, cuando una nueva generación de investigadores gitanos toma la palabra en universidades, congresos y publicaciones, su figura se vuelve más necesaria que nunca. Porque fue él quien, desde la serenidad de un archivo y la firmeza de una pluma sin aspavientos, supo abrir la puerta a la historia de un pueblo entero. Y al hacerlo, le devolvió algo más que su pasado: le devolvió el derecho a la memoria, a la dignidad y a la verdad.
Programa 23 de Abril
Programa 25 de Abril
Programa 24 de Abril
‘Escuela y barrio’ pretende visibilizar la tragedia que vive la comunidad gitana en el ámbito de la educación. Nuestro documental versado en los centros CAES de nuestra ciudad, y cuyos resultados son extrapolables al total de más de 300 de estos colegios que jalonan el espectro educativo en nuestro país, muestran un panorama desolador. Es una certeza para la comunidad gitana que la falta de excelencia en el sistema educativo crea marginalidad, por ello una ‘Educación de Calidad’ es el gran caballo de batalla de la comunidad gitana. La población marginal, racializada o no racializada, con mayor exposición a la vulnerabilidad se arroja a la falta de un sistema educativo, de corte segregacionista, que garantice su desarrollo exitoso en el ámbito escolar. Tan sólo un poco más del cuarenta por ciento del alumnado gitano termina la educación obligatoria. El resto vidas truncadas: seis de cada diez niños gitanos no terminan el periodo de educación obligatoria.
Claret presentó su exposición en el Casino Antiguo de Castellón auspiciado por la Fundación Punjab.
Cathy Claret es una de las pioneras del flamenco fusión con una propuesta que mezcla el género con reggae, rumba o bossa nova. En Culturas 2 nos habla del Museo del Flamenco Pop que se podrá ver dentro del Festival FlamenGi de Girona del 10 al 26 de noviembre. La voz de la cantaora Alba Carmona y la guitarra de Jesús Guerrero ponen la nota final al programa.
Organizado por la Concejalía de Igualdad del Ayuntamiento de Catarroja, la actual presidenta de la Fundación Punjab, Ana Giménez, disertó sobre el tema FEMINISMO Y RACISMO. Reproducimos el video de su ponencia.
Profundamente convencidos de que a través de la escuela, aplicando programas de éxito educativo que anulen el absentismo y el índice de fracaso escolar, se puede dar un salto importante en aras de paliar las desigualdades del colectivo gitano, reproducimos los videos del Congreso organizado por la Fundación Punjab, que analiza los pormenores de Educación, Escuela y Cultura Gitana en el siglo XXI.
La venta en los mercados de cualquier ciudad o pueblo de nuestro país llega a su ocaso. Al menos para la mayoría de las familias gitanas que en los últimos cincuenta años se han dedicado a ello. Sólo un pequeño porcentaje de gitanos que se dedican a esta actividad económica han logrado sobrevivir, el resto ha abandonado los mercados. Las causas son de muy diversa índole... Próximamente en crónicas gitanas.
Uno de los fenómenos sociales y culturales de más relieve en la comunidad gitana española, en las últimas décadas del siglo anterior, fue, de la noche a la mañana, la conversión de una gran mayoría de gitanos hacía el protestantismo. Es el conocido movimiento ‘Aleluya’: realizaremos un recorrido histórico de este movimiento desde sus inicios hasta nuestros días... Próximamente en crónicas gitanas.